El pasado 24 de marzo, una tragedia ocurría en algún lugar de los Alpes franceses cuando un avión de la compañía Germanwings era estrellado, al parecer a propósito, por el copiloto, con 150 pasajeros humanos a bordo, más varios animales no-humanos (cuyas muertes, por supuesto, nadie ha tenido en cuenta, pero que yo creo que merecen ser reconocidas, desde un enfoque antiespecista, como víctimas igual de importantes). El choque no dejó supervivientes, y la noticia copó la programación de las cadenas de televisión, que no tardaron en empezar a especular sobre diferentes hipótesis, con la misma actitud morbosa y la misma falta de respeto hacia las víctimas que acostumbran a enarbolar cada vez que la sangre salpica sus asquerosas pantallas. En paralelo, en las bocas de la gente podíamos hallar de todo. Yo quiero centrarme en una serie de comentarios y opiniones que he ido viendo y escuchando desde aquel día, y que me han parecido de lo más vil y miserable. Me refiero a todas esas personas neurotípicas, la llamada «gente normal», prototipos de autoestima orgullosos de estar perfectamente adaptados a este mundo, que de la noche a la mañana se convertían en psiquiatras y daban rienda suelta a su capacidad inventiva para opinar sobre las patologías psiquiátricas que padecería el hombre que decidió estrellar el avión, convirtiéndose en cátedra clínica de repente y autoatribuyéndose la jurisdicción para juzgar y evaluar el estado mental de otrxs.
Culpáis al piloto, le señaláis, le insultáis, hay quien exclama cosas como «¡ojalá se hubiese tirado él sin paracaídas en lugar de matar a todo el pasaje!» o «ese malnacido tendría que haberse cortado las venas antes de subir al avión» (ambos comentarios reales, escuchados por quien ésto escribe). Bien, vale, adelante, desahogaos (aunque a la mayoría de vosotros, hipócritas, esas víctimas os importen, en realidad, una mierda, como todas las víctimas y cadáveres de los que nos habla diariamente el telediario, y cuyos rostros, nombres, ya nadie recuerda pasadas unas horas). No obstante, quizá deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿Por qué cada vez que se nos habla de un/a asesinx en serie que ha cometido las más horripilantes masacres, o de un/a «joven descarriadx» que cogió un rifle de caza de su padre y se fue al instituto donde la emprendió a tiros con profesorado y alumnos hasta que la policía le detuvo o le frió a balazos «por nuestra seguridad», salta la liebre y todxs os ponéis a vociferar y a increpar, pero cuando día a día observamos a nuestro alrededor los efectos a menor escala de esas patologías, nadie dice nada? Respondedme, ¿qué diablos esperáis de una sociedad de personas tristes, desesperadas y sometidas a la tiranía del tiempo, del estrés crónico, la apatía y los sentimientos falsificados?, ¿qué esperáis de una civilización enferma de soledad y de miedo, de personas que no sonríen, que no se miran a los ojos, que se relacionan entre pantallas pero se temen al encontrarse a las calles de sus metrópolis superpobladas? En definitiva, ¿qué aspiraciones tiene la generación hija del Efecto 2000, de la neurosis securitaria de este moribundo siglo XXI, de la falta de referentes y de objetivos, de las constantes exigencias de una maquinaria que nos desecha en sus vertederos marginales si no logramos adaptarnos a sus enfermizos ritmos, pero que nos culpa si a la hora de intentarlo, alguien revienta? Yo os lo diré: Coger un avión cargado de desconocidxs, encarnar en él toda su ira y su frustración y estamparlo contra una montaña, en medio de la más violenta calma. Tras el impacto, la paz llega en un impresionante resplandor de muerte, alguien grita y el espectáculo continúa.
Llamadme alarmista, pesimista o decidme que exagero. Probablemente tengáis razón. No obstante, mira a tu alrededor y dime que no lo entiendes, abre los ojos y dime que te resulta incomprensible, y que no comprendes cómo alguien puede hacer algo así, cuando día a día vemos cómo la OTAN bombardea ciudades masacrando civiles y bautizando sus matanzas como intervención humanitaria y «guerra contra el terrorismo», cuando las consultas del psiquiatra son los confesionarios de nuestro tiempo y los malditos psicofármacos las oraciones que expían los pecados, «calmando» (acentuando) las agonías de nuestras almas atormentadas, cuando nos han robado la alegría, condenadas a una vida apagada sin impulsos y sin contenido, sólo iluminada por las luces de neón y la retroiluminación de nuestros teléfonos móviles y nuestros ordenadores.
Todas esas personas, esos monstruos que nos muestran los noticieros, no son las verdaderas enemigas. El enemigo está en todas las torres de marfil de este mundo moderno, en los despachos, los laboratorios y los Parlamentos, son todos esos técnicos que diseñan un estilo de vida incompatible con cualquier forma de estabilidad emocional o de cordura, son las máquinas para las cuales vivimos, todos esos ingenios tecnológicos diseñados para satisfacer las necesidades de una era que necesita avanzar cada vez más y más y más deprisa, mientras nosotras nos consumimos entre el humo de las fábricas y las autopistas, son todos esos miserables que viven con temor a los espejos pero que con sus cátedras en la mano, aplican la cínica justicia de los diagnósticos a la ligera, estigmatizando a las inadaptadas, garantizando que nadie perturbe el fúnebre orden del mundo mercantil. El reloj de tu muñeca, el ring-ring de tu smartphone, el pedal acelerador de tu coche, también son asesinos de masas.
Repito, llamadme exagerado, y decidme que saco las cosas de contexto. No intento justificar en absoluto lo que Andreas Lubitz ha hecho, pero sí os invito a ver más allá de las obviedades, abordar las sutilezas y reparar en los detalles. Hay algo que no nos están contando, y que destroza tantas vidas como se le ponen por delante. Es algo para lo cual los muertos no son cuerpos inertes que el día anterior tenían sueños, seres queridxs, sentimientos y un nombre, sino simples estadísticas. Es algo para lo cual nada importa si no puede costar dinero, enloquecido por una insaciable y atroz sed. Es lo que no te deja dormir, lo que te despierta de madrugada y te hace tomarte otra pastilla más.
Es este mundo, amigxs, y nos ha declarado la guerra….