[Texto] «Destruye las barreras», extraído del nº 12 de la publicación anarquista Aversión

El siguiente texto fue extraído y transcrito por mí desde el número 12 de la publicación anarquista Aversión (Barcelona), al considerar que en una coyuntura como la actual, y especialmente ahora con la nueva problemática de las personas refugiadas que huyen de las guerras imperialistas que Occidente provocó en Siria y buscan asilo entre los espejismos de una Europa en colapso, es importante mantener presentes estas reflexiones acerca de las fronteras y lo que suponen, y de la clase de injerencia que tienen dentro del mundo y la sociedad capitalista que las necesita. Un texto anónimo pero directo, acerca de las miserias de una realidad parcelada, donde la mercancía posee más libertad de movimiento que las personas:

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Naciones y nacionalismos. Banderas de países y sus fronteras más o menos permeables, más o menos letales. Estados, leyes y títulos de propiedad, pero también ciudades y demás asentamientos permanentes. Soberanía como una cosmovisión que permite tanto exigir y cobrar impuestos como reclutar soldados a la fuerza, alistando entre la población de manera evidente y brutal o incluso de forma más sutil. Cuerpos colgando de alambres de púas o desecados bajo el sol despiadado de un desierto. Cuerpos hinchados que se hunden en las profundidades oscuras o flotan en mar abierto, lejos de playas veraniegas. También cuerpos hacinados en los CIE, campos de concentración del Capitalismo para aquellas personas que no tienen los papeles adecuados o el dinero suficiente. Todo ello es solamente una pequeña parte de lo que significa delimitar tierras y mares, es decir, imponer barreras no naturales inventadas por algunos de los humanos pertenecientes a esta civilización que nos rodea y que nos ahoga, aunque la soga nos parezca invisible o, tal vez, dorada.

Las barreras sirven para excluir, para crear una división entre un interior y un exterior, reflejo de la división del mundo en dos clases: los explotados y los explotadores. Las barreras -ya sean reales o imaginarias- son un instrumento necesario para formar un «nosotros», una identidad que pueda servir de unión contra toda persona forastera en su sentido más amplio, o sea, el extranjero, el extraño, el marginal, el desviado, y no es casual que «forastero» tenga la misma raíz etimológica que los vocablos «forajido» y «foresta». Antiguamente, todo lo que se extendía más allá de los límites de una ciudad solía ser selva y, por tanto, cualquier persona, tribu o cultura que de allí proviniese era tachada de incivilizada, inferior, o dicho de otra manera, salvaje. Ahora como entonces, lo que es diferente tiene que ser rechazado violentamente, domado y luego plasmado y absorbido o simplemente aplastado de la manera que sea, ya que conlleva en sí mismo, en su misma existencia, un grave peligro para la estabilidad del sistema de dominación erigido cuidadosamente por quienes mantienen las riendas de la sociedad en sus manos. Se trata del miedo a perderlo todo, dado que su control sobre un territorio y una población es totalitario, una verdad absoluta, excluyente respecto a cualquier otra posibilidad, precisamente porque la existencia de algo radicalmente diferente amenaza con ayudar a poner en cuestión los cimientos del poder.

Sin embargo, las barreras son también filtros, una manera para controlar los flujos de personas y de objetos transformados en mercancías. Se abren y se cierran según lógicas de la economía o simples antojos. Una frontera intenta crear una ausencia de movimiento -aunque sea momentánea- para exigir un precio, una tarifa, sacar provecho de los flujos más básicos de la vida, intentando imponerse sobre su nomadismo intrínseco. Las aduanas son una prueba de que nada ha cambiado a lo largo de los últimos milenios, a pesar de la retórica de una sociedad basada en la «libertad». En realidad, las aduanas solamente cambian de sitio y de forma, y nuestras limitadas o aparentes libertades de movimiento y de expresión son simplemente una de las caras de la moneda. Porque, al mismo tiempo, son los disparos de la Guardia Civil  sobre quienes intentan cruzar las vallas en Ceuta. Son el encierro de miles de migrantes en prisiones en Libia, subvencionadas por la Unión Europea desde la época en que Gadafi todavía no era un dictador para los políticos y periodistas del «Primer Mundo» sino un representante de un poderoso Estado petrolero. Son también las miradas de las personas con aun menos suerte, en el momento exacto en que se dan cuenta de que han sido alejadas de la costa mediterránea en camiones para ser abandonadas sin agua en medio del desierto del Sáhara. Son las bombas israelíes que llueven periódicamente sobre Gaza, y los controles interminables en los checkpoint a lo largo del Muro de Cisjordania que vejan a los palestinos incluso cuando están en la camilla a punto de morirse o de parir. Son los radiotransmisores de fondo y las risas sádicas de los Minutemen mientras hacen sus rondas paramilitares en la frontera Sur de Estados Unidos. Son el último latido de quienes mueren sofocados mientras se resisten a la repatriación forzada que algún agente de policía democrático se dispone a llevar a cabo con mucho entusiasmo. Son además las llaves de las celdas de los CIE que los operadores de la Cruz Roja Italiana llevan en sus bolsillos, como un carcelero cualquiera, y los palos que amablemente traen a los antidisturbios que entran para reprimir la enésima revuelta de los migrantes recluidos.

Desde su nacimiento, la Cruz Roja ha sido una herramienta para los intereses de los poderosos. Por un lado, esta organización militar cura las heridas de los soldados para que no sufran demasiado los horrores de la guerra y no acaben amotinándose, y para que puedan volver al frente lo antes posible, a seguir combatiendo y conquistando. Por el otro, la Cruz Roja proporciona a las poblaciones invadidas lo mínimo necesario para que sobrevivan y no lleguen nunca a la desesperación que alimenta las revueltas, trabajando además como los ojos y las orejas del aparato militar, al mismo tiempo introduciendo entre «los salvajes» el nuevo estilo de vida que hay que seguir y los nuevos productos que hay que consumir, sin tener que convencerles a través del uso de las armas. Es simplemente la cara bonita del militarismo y no es ni benévola ni neutral: la única faceta «neutral» de la Cruz Roja es que realmente da igual el color de la corbata o del uniforme que sus dirigentes lleven, algo que se puede apreciar observando fotos de Carlos Eduardo de Sajonia-Coburgo-Gotha, príncipe alemán, famoso por ser nieto de Victoria, reina británica, y un poco menos famoso por ser un nazi ejemplar y por haber sido durante el gobierno de Hitler el presidente de la Cruz Roja Alemana.

El sufrimiento causado por la existencia de fronteras no va a desaparecer gracias a reformas y leyes menos rígidas o peticiones y unos CIE «más humanos». Regular el grado de permeabilidad de una frontera nunca tocará los cimientos de aquella barrera en sí y, por lo tanto, seguirá habiendo dos clases distintas de personas y una jerarquía de dominación. Seguirán los negocios, el Capitalismo y el expolio del colonialismo. No podemos criticar radicalmente y deshacernos de las fuerzas armadas y represivas sin hacer lo mismo con las fronteras externas e internas que los soldados, policías y guardas jurados controlan. Como tampoco podemos hacer al revés, porque cada elemento del Sistema depende íntimamente de otro y viceversa.

Si alguien quiere pensar que podría existir un truco, éste seguramente no será ir hacia el «centro», hacia el Poder, conquistarlo, tomar las riendas del Estado para gestionarlo mejor. No hay manera de administrar bien la muerte, la destrucción, la esclavitud, el sufrimiento y la opresión. Se puede intentar dar una nueva capa de color al Sistema pero será lo que siempre ha sido.

Como analiza también James C. Scott en su libro sobre una vasta zona de tierras altas de Asia Sudoriental denominada Zomia, lo que permite la destrucción de todo tipo de fronteras y barreras no naturales, tanto físicas como mentales, es el hecho de alejarse del Estado. Distanciarnos del «centro» e incluso de las «periferias» -que, para ser tales, siempre gravitan alrededor de un «centro»- nos libera, situándonos fuera del alcance de las garras del Poder, lejos de su control sobre cada detalle de nuestras vidas y lejos de su influencia sobre nuestros sentimientos y pensamientos. Buscar la marginalidad y el nomadismo, aunque sea sólo metafóricamente, como actitud, quiere decir encontrar eventualmente espacios y momentos para nosotros, para desarrollarnos sin la homogeneidad aplastante que el Estado nos quiere imponer.

Se ha dicho en alguna ocasión, no por casualidad, que ciertas poblaciones chinas de las zonas fronterizas habían empezado a seguir la vía del pastoreo nómada y que se construyó la Gran Muralla tanto para mantener a los chinos dentro de China como para mantener a los bárbaros fuera.

Mientras existan papeles, siempre habrá quien no los tenga.

Mientras existan fronteras, siempre habrá alguien que no podrá cruzarlas.

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