[Texto] «Incivismo y Vandalismo», por Diego Volia

Hace apenas unas horas se publicaba en este blog (aquí) una noticia acerca de una serie de acciones de sabotaje (varias decenas de coches de lujo dañados o incendiados en apenas unos días) y ataques a la policía en determinadas áreas populares y combativas de Berlín habían puesto patas arriba la falsa imagen pulcra, segura y moderna que los nuevos rostros de las clases pudientes y propietarias de la principal metrópoli alemana querían vender, gentrificando aquellas áreas de los suburbios que todavía se resisten a sus carcelarios modelos de desarrollo urbano. Son hechos estos que, aunque con muchos matices, recuerdan a revueltas anteriores como la insurrección de los suburbios parisinos en otoño de 2005. En aquel momento, ante una juventud salvaje y marginal que incendiaba centenares de coches cada noche y destrozaba a su paso hasta los equipamientos más «inocentes» del llamado «bienestar», salieron a la luz, desde los altavoces del Estado y de los medios de masas pero también de los ámbitos académicos (incluyendo los más insospechados, que presumían de rebeldes, de críticos, de radicales), los discursos de un elemento crucial en la configuración y diseño de las normas y reglamentos que marcan las pautas en las ciudades, y que definen las características de la moral ciudadana, entendiendo al ciudadano como valedor de los valores y discursos del sistema, y como ente artificial separado de su propia identidad que se limita a cumplir con lo estipulado y a funcionar como un robot gregario y sin criterio que colabore con la policía y tenga una intachable conducta, que pague sus impuestos, que no robe en el supermercado o en las tiendas, que cuide el mobiliario urbano, que no ensucie las impecables paredes de la urbe con pintadas, carteles o pegatinas, que priorice la mercancía sobre el bienestar de las personas, que repudie a todas aquellas personas o colectivos que le han enseñado a ver como peligrosas o problemáticas (mendigos, yonkis, prostitutas, migrantes, okupas, precarixs…), que renuncie por su propia voluntad al espacio público sustraído y colonizado por la mercancía y el consumo (donde hasta reunirse a hablar o a hacer algo que no sea comprarse cosas es visto como sospechoso) y que se crea en situación de juzgar a todo el mundo por el mero hecho de obedecer lo que le ordenan y carecer de voluntad y deseos propios. Como cuando en la antigua Grecia se etiquetaba de «Bárbaros» a las personas que no respetaban o que simplemente no conocían las normas establecidas, hoy el civismo determina las nuevas reglas, y la marginación y la exclusión social siguen siendo el destierro que le espera a quien niegue su poder.

Continuando con este tema, cuya revisión sigue siendo urgente incluso dentro de espacios y ámbitos libertarios donde, por desgracia, todavía hay que soportar a determinadas personas que temen perturbar en lo más mínimo el orden urbano porque papá Estado no nos dio permiso para hacerlo, dejo a continuación un texto firmado por Diego Volia y publicado en la revista Nada, acerca del civismo, lo que es, lo que implica y cómo se articula en tanto que discurso e ideología de la dominación, y estructura de comportamiento con la que sintetizar la sumisión obligatoria a la aburrida monocromía existencial que imponen las ciudades modernas.

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“Si los legisladores rehúsan considerar los poemas como crímenes, entonces alguien tendrá que cometer crímenes que sirvan la función de la poesía, o textos que posean la resonancia del terrorismo.”

Hakim Bey

El civismo es uno de los discursos ideológicos predominantes entre las autoridades políticas y mediáticas. Tal vez porque saben y recuerdan que cada estallido en los barrios, por mucho que intentasen reducirlo al “vandalismo urbano” para limitar su dimensión política, hace tambalear su pretendida paz social. El civismo es una concepción totalitaria de los cuerpos y los espacios, un falso consenso impuesto a través de la normatividad social e individual producto de la mediación integral de las instituciones en las vidas de y entre las personas, expresada en última instancia en el código penal. Al resultado de esta sutil desposesión, al rendimiento de la apropiación por parte de las instituciones políticas, económicas, culturales y sociales, se le llama ciudadanía, cuyo espacio natural es la ciudad.

La degradación de las ciudades y el deterioro de los barrios forman parte de una queja recurrente y nunca inocente, especialmente cuando existe un plan específico de gentrificación o, desde las pasadas elecciones, con el advenimiento de alcaldías “por el cambio”. Ambas posturas parten de la misma premisa y cumplen, al final, la misma función: la ciudad como escenario político ideal, de clase media universal, dedicado al desarrollo social de un modelo económico concreto. Un espacio idílico, puro, insípido e incoloro -pero opaco- donde no hay lugar para el conflicto. En definitiva, la ciudad como superación radical de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por medio de la aceptación general de las normas -leyes- establecidas.

Los grandes núcleos urbanos son el ejemplo de cómo el sueño de una ciudad desconflictivizada, habitada por trabajadores, voluntarios y colaboradores, se desmorona en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad compuesta, esencialmente, de explotación, desigualdad y fracaso. La imagen de una ciudad de ciclistas sonrientes que respetan los códigos de circulación, o de niños obedientes que juegan exclusivamente en los espacios infantiles habilitados expresamente por el ayuntamiento, no logra secuestrar la realidad. ¿Quiénes visibilizan los signos externos de la miseria? Están en las bolsas de ingobernabilidad, las nuevas “clases peligrosas”, el lumpen. Aquellos cuyo nuevo higienismo social pretende, como en el siglo XIX, neutralizar, someter, expulsar o internar: jóvenes incontrolables, migrantes pobres, parados de larga duración, “antisistemas”, mendigos, “trabajadoras informales”, etc.

La gentrificación es la puesta en práctica psicourbanística de la cosmovisión ciudadanista, independientemente de la posición que ocupe en el arco parlamentario o el mercado de las ideas. Una expresión ideológica concreta que, obviamente, también es un negocio. Y no ha existido mayor freno a la gentrificación, junto con la autoorganización vecinal, que el vandalismo.

El vandalismo alude oficialmente a una nebulosa de conductas y hábitos incívicos -es decir, ilegales- que transgreden la paz y armonía estética, sonora, y social de las ciudades. Como el graffiti y las pintadas, la okupación, el uso de los parques como comederos, los mendigos que duermen en los cajeros y soportales, las manifestaciones, los botellones, los encuentros en las plazas, las raves, la mendicidad, el chabolismo, los carritos del Carrefour llenos de chatarra, el consumo público de sustancias ilegales, la venta ambulante irregular, etc. Incluso en el ya típico incendio de vehículos en los barrios más pobres se debería reconocer, en una visión más profunda, elementos válidos de rabia y rencor contra la realidad social. Toda acción violenta es una acción comunicativa.

El incivismo es, por lo tanto, la afloración de realidades sociales que se niegan a ponerse entre paréntesis en el gran relato de la paz y prosperidad. El vandalismo pone sobre el mapa la miseria y el dolor que las autoridades tratan de invisibilizar, de ahí las consiguientes reformas como la Ley de Seguridad Ciudadana. Si un contenedor quemado es un “acto de vandalismo”, ¿qué nombre convendría utilizar para los desahucios en masa en los barrios más pobres, demolidos por las excavadoras? ¿para la remodelación aislacionista de las calles, las plazas y su mobiliario urbano? ¿y para el apartheid de clase de los nuevos planes urbanísticos que son, en definitiva, la expresión de la realidad segregadora del orden social vigente?

Diego Volia

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