A continuación, sigue un texto del compañero Ruymán Rodríguez acerca del conflicto que están viviendo una comunidad de vecines en Gran Canaria a causa del enésimo tejemaneje especulativo hurdido por una poderosa y adinerada familia que exige la expulsión de estas personas de sus viviendas, viviendas que en el pasado fueron los establos (sí, establos, como los usados para los animales no-humanos explotados como «ganado») donde la aristocracia amontonaba a sus esclaves, quienes, con el tiempo, consiguieron hacer de aquello viviendas «dignas». Ahora, la burguesía canaria busca expulsarles para continuar especulando con las tierras, amenazando y recurriendo al peso de sus apellidos y de su status social para obtener lo que quieren, como niños mimados que patalean cuando no reciben el caramelo que exigen.
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Voy a contarles una historia que si no les dijera que la estoy escribiendo desde mi móvil no sabrían determinar en qué siglo transcurre.
Les voy a hablar 19 familias que se exponen a ser desalojadas. Estas familias son los nietos, hijos y sobrinos de los aparceros que hace 50 años vivían en las tierras de un conde. Trabajando de sol a sol a cambio de una miseria, durmiendo en unos barracones oficialmente registrados como “cuartos para ganado”, con un baño común para todas estas familias sin tierra. Después del tiempo sus descendientes fueron adecentando las barracas, poniendo cuartos de baño individuales y haciendo que las viviendas fueran dignas.
El agua y la luz se la seguían pagando al conde, el omnipotente dueño de todo, y algunos incluso le entregaban a su administrador un dinero por vivir ahí. Sin contrato de alquiler ninguno, por supuesto.
Pasa el tiempo y los herederos del conde, que han recibido un vasto imperio sin haber sudado en su vida, se deciden a especular con los terrenos donde se ubican estos barracones… Pero saben que antes deben desalojarlos. Es así como introducen a una cuadrilla en la finca y tiran abajo una de las viviendas sin más derecho que la fuerza bruta. Saben desde que nacieron que en estas tierras su voluntad y la ley son lo mismo; el resto de mortales, la plebe, ha de someterse.
Los vecinos, para sorpresa de los herederos, se resisten al derribo. Pero la decisión de los nobles ya está tomada: les comunican a las 20 familias, unas 70 personas, entre las que hay menores y ancianos, que tienen 3 meses para abandonar las casas o que se atengan a las consecuencias.
Bien, todo lo que les he narrado no ocurre en esos lejanos países que el etnocentrismo llama “incivilizados”. No les hablo de esas dictaduras que la tele nunca sitúa en occidente. Nada de esto es una historia medieval sobre vasallos y señores feudales del siglo XI. No es tampoco algo que haya ocurrido en el siglo XIX, con jornaleros y terratenientes a caballo, propios de fotos en blanco y negro. Es un hecho, real y sangrante, como una llaga, que está sucediendo en 2017, en el sureste (Juan Grande) de la isla de Gran Canaria, en el Estado español, en lo que, según nos inculcan en la escuela, es parte de Europa.
Los herederos del conde llevan por apellido del Castillo y Bravo de Laguna, el condado es el de la Vega Grande, arruinaron la economía de la isla imponiendo distintos monocultivos, y cuando ya la tierra no era competitiva terminaron de arruinarla ahogándola en hormigón y turismo. Suya fue media isla, que han sabido parcelar y vender a buen precio, por ejemplo a la administración, para edificar verdaderos monumentos a la magnificencia humana: vertederos y cárceles. La miseria, efectivamente, fue siempre su negocio.
Por su parte, el ayuntamiento de San Bartolomé de Tirajana (a donde pertenece Juan Grande), dirigido hoy por el PP, cumple a rajatabla su pacto de servidumbre medieval con los Bravo de Laguna, y se encarga de que la caprichosa voluntad de los amos sea acatada hasta por el último vecino del municipio, como si fuera la palabra de Dios para el creyente.
Mientras, los afectados, los vecinos, han vivido este último mes sometidos a la angustia de no saber que pasará agotado el plazo de 3 meses que les concede el nuevo conde y su hermano. Dudan si la policía vendrá a echarlos por la fuerza o si antes se presentarán los operarios de los Bravo de Laguna a derribar sus casas. Ya derribaron una, sin ningún tipo de permiso de obra, y dañando a las casas colindantes.
El papel en el que se les ordena a los vecinos, bajo amenazas, que abandonen sus casas, no es ningún documento legal, ni una orden de lanzamiento, ni lleva el sello de juzgado alguno. Pero de gente acostumbrada a hacer su santa voluntad, a golpe de dinero y coacciones, usando sus apellidos e influencias como armas de asalto, aplastando cualquier impedimento humano que se ponga a su paso, uno puede esperar cualquier cosa.
El desafío está claro, tanto como el sentimiento de justicia que casi nunca coincide con lo que estipula la ley: 19 familias obreras, sin recursos ni ingresos suficientes, que viven en los mismos barracones donde sus antecesores engordaron al anterior conde de la Vega Grande, se exponen a un desalojo ordenado por unos nobles vagos, explotadores, mezquinos y anacrónicos. En plena plaza pública, a la vista de todo el mundo que no quiera retirar la mirada, se enfrentan la miseria económica contra la miseria moral, el hijo del precario contra el hijo del que siempre lo tuvo todo, el pueblo trabajador contra la aristocracia, y no hay una sola razón en el mundo que no me haga desear con todas mis fuerzas que los primeros aplasten a los últimos.
Los vecinos se organizan, se preparan, se mueven. Se están asesorando legalmente y tejiendo contactos importantes. Empiezan a ver la necesidad de la guerra de tinta y saben que judicialmente la cosa irá para largo. Y si todo lo demás falla, siempre les quedará la voz, el grito y la protesta también. Nadie va a echarlos de sus casas sin darles una alternativa habitacional digna y acorde a sus necesidades. Que lo intenten. Esta guerra no piensan perderla.
Ruymán Rodríguez