Quienes participamos en este proyecto somos personas que despreciamos, en general, las drogas y la cultura de la intoxicación que las rodea. Entendemos que es un debate abierto, y que ni el prohibicionismo punitivista ni la censura mojigata del buen ciudadano (que criminaliza a las personas que consumen drogas ilegales mientras llena su estómago sedentario de azúcar, alimentos industriales procesados, alcohol, pastillas, etc.) ayudan a resolver alguna de las muchas preguntas que pensamos que hay que plantear a la hora de avanzar en una postura antiautoritaria y rebelde sobre este tema. No somos prohibicionistas, ni tampoco queremos erigirnos en autoridad moral para decirle a otras personas cómo vivir sus vidas, o qué escapatorias elegir, cuando nosotres mismes a menudo sucumbimos ante comodidades, inercias, hábitos o contradicciones, que chocan frontalmente con algunos de nuestros valores y principios como anarquistas. Antes de ponernos a dar lecciones sobre coherencia, preferimos el debate e impulsar iniciativas que lo amplíen y profundicen, mientras tratamos de aportar nuestro granito de arena en la lucha contra los vicios con los que este sistema nos tienta y aliena.
En esa línea, traducimos este texto, que tiene ya unos años (es de abril de 2017) pero que fue publicado hoy en Act For Freedom Now! en diferentes idiomas (inglés, francés y croata). Nos parece una reflexión interesante y certera, sin por ello compartir necesariamente todo lo que dice. El texto fue extraído del número 1 de la publicación Negazine.
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Me gustan las drogas. ¿Cómo podrían no gustarme? ¿Por qué debería renunciar a algo que me hace sentir bien, que puede alterar mi estado de consciencia a varios niveles mientras me abandono a un sentido de bienestar físico y psicológico? Después de todo, es fácil sentirse débil y vulnerble una vez nos damos cuenta de que no estamos viviendo en el mejor de los mundos posible, sino en un entorno donde estamos absorbiendo continuamente el condicionamiento de nuestros gustos, sentimientos, opiniones e impulsos y donde se nos llama incluso a contribuír a su constante redefinición, de un modo u otro.
En un mundo de masacres y mataderos donde luchamos contra todos los roles incluyendo aquellos que nosotres mismes adoptamos continuamente, una vez que nos damos cuenta de que intentar atacar no conducirá a la victoria, no es extraño que entre una actividad militante y otra, una discusión y otra, busquemos refugio en un estado de consciencia alterado en el cual crear una ilusión de lucha y ataque. En mi estado alterado me siento satisfecho, la necesidad de profundizar, de llegar hasta el final, ha desaparecido. Encontrar este consuelo me ayuda a soportar este mundo, a vivir mi vida. Y si, mientras estoy disfrutando de este estado alterado de consciencia, me encuentro en la compañía de otres con quienes normalmente intercambio ríos de palabras sobre el uso del fuego y contra todas las normas, el resultado es incluso mejor y más aceptable.
Como en todas partes, las drogas se están extendiendo rápidamente en las llamadas relaciones sociales entre compañeres. Aunque somos bien conscientes de los efectos de ciertas sustancias en las interacciones entre individues (inhibiciones reducidas, jovialidad, alejamiento de la realidad, etc) convirtiéndoles en sujetos pasivos como tantes otres, siguen siendo ampliamente usadas.
Pero sería un error condenar las drogas como el problema y no solo como uno de los problemas. La sociedad ya está estigmatizando a estas últimas como una de sus muchas aflicciones, la misma sociedad que se basa en la producción y patrocinio de adicciones de todo tipo.
En todo caso, podría ser interesante intentar preguntarse por qué une necesita drogas. Pero no solo. ¿Por qué necesitamos prótesis para vivir? De hecho, las drogas son solo una de las muchas cosas que elegimos de vez en cuando como compañeras en la vida.
Cualquier cosa que pueda alterar nuestro humor, nuestra autopercepción y la de nuestro alrededor, ilusionándonos al encubrir las profundas inseguridades que somos incapaces de enfrentar y terminar inmovilizándonos, puede definirse como una prótesis.
A solas o con amigues, escuchamos música ensordecedora que llena nuestras almas con eslóganes y palabras fuertes para incitar ritmos. Condimentamos esos momentos con alcohol y drogas, carteles en las paredes, recaudaciones de fondos para apoyar a compañeres que han terminado en prisión, y nos rendimos a la excitación del sonido de los bajos y las baterías en estados mentales confusos llenos de imágenes violentas de actos de venganza, con sensaciones abrumadoras. Nos pasamos noches enteras así, noches en las que a menudo pensábamos antes en salir y golpear, salir a atacar. Porque lo que realmente queremos hacer es destruir este mundo, verlo reducido a escombros, como a menudo parloteamos. Pero, entre una cosa y otra – comer, hacer ejercicio, juegos, vídeos, cómics, música o trabajo – si nuestra mentes están tan ocupadas durante el día que no queda espacio para la reflexión, la discusión, la investigación, la búsqueda de medios, la adquisición de conocimientos, el estudio, las comprobaciones, ¿qué vamos a ser capaces de hacer luego por la noche? Así, sintiendo la necesidad de escapar de la atmósfera asfixiante de la vida cotidiana acabamos deslizándonos hacia otras alteraciones sensoriales no menos asfixiantes. Nos quedamos atascades, incapaces de ir más allá del límite entre lo que queremos y lo que simplemente imaginamos que queremos.
Al igual que los días, las noches pasan bajo techo, dentro de lugares más o menos desordenados donde el tiempo está marcado por un trasfondo de notas discordantes, siguiendo el último look, pinchando diseños en nuestra piel, jugando con artilugios, gritando palabras feroces, corriendo hacia la última emergencia, escupiendo juicio sobre este y sobre este otro, todo reforzado por los mil refugios donde el ego mutilado encuentra el sustento para compensar sus deficiencias.
Repetir una canción cuya letra nos exhorte a rebelarnos no nos va a decir cómo actuar. Tatuarnos una pistola sobre el corazón no nos enfrentará con un enemigo de carne y hueso a herir o matar, ni nos enseñará cómo sujetar y usar ese arma. Llenarse la boca con llamadas a la solidaridad revolucionaria no sacará a les compañeres de la jaula ni hará avanzar automáticamente sus proyectos.
El anarquismo no puede ser visto como una misión, un estilo de vida o una subcultura, sino como una tensión que desencadene la revuelta dentro de une misme, una constante transformación que, explotando, busca barrerlo todo. A nuestro alrededor y en nuestro interior. Rodeándonos con prótesis, alteraciones, muletas, nos deprimimos. Nos ponemos más cadenas.
M. V.
Abril 2017